miércoles, 16 de septiembre de 2009

Brotes verdes

Son las siete de la tarde. Carmen llega por fin a su casa. La preceden Andrés y Elvira, siete y cinco años, pilas alcalinas de las que duran y perduran y que les hace moverse, pelearse y empujarse por todo el camino.
        Tampoco hoy su padre ha podido hacerse cargo de ellos, pues le han convocado para una reunión de última hora.
        Para Carmen hoy es un día cualquiera, de una semana cualquiera, de un mes cualquiera y de un año cualquiera: había terminado una jornada laboral llena de sobresaltos, había recogido a los niños del colegio, los había llevado a su clase de esgrima y había pasado por el supermercado.
        Nada más abrir la puerta el aroma de la ausencia se le estampó en la cara como una bofetada. Sorprendida, se dirigió como una exhalación hacia el dormitorio, porque sospechaba que era desde allí desde donde provenía la vaharada húmeda que casi la había hecho tambalearse y caerse al suelo. Encontró la cama deshecha, tal y como había quedado desde la mañana, y comprobó que no había ropa interior tirada por el suelo y que la mitad del armario ahora estaba vacío.
       Buscó en vano alguna nota, alguna explicación pero no, allí no había nada de nada, sólo el olor, el vacío, el silencio. La respiración continuaba acelerada igual que su corazón. Las piernas se le fueron aflojando y tuvo que sentarse para no desplomarse. Una arcada le subió desde el estómago y le oprimió la garganta. Desde el otro extremo de la casa se escuchaba el alboroto de los niños que iba in crescendo. Entonces pensó que tal vez debería dejar para más tarde la gestión de la crisis.
       El panorama era el de todos los días, a saber: camas por hacer, ropa para lavar, cacharros que fregar, juguetes desparramados por todos sitios. Amenazó a los niños con la Bruja del Saco y los puso a recoger todas sus cosas, mientras ella ordenaba lo más perentorio. Puso la lavadora a funcionar. Bañó a los niños tragándose las lágrimas, les puso la cena mientras, como todas las noches, inventaba un cuento con dos palabras que ellos previamente le habían regalado. Las palabras de esa noche fueron: “mordaza” y “cordero”.
     Y Carmen comenzó:
    “Esta es la historia de un hermoso corderito que quiso vivir en un cuento de un niño al que le gustaba ser El Principito y que vivía solo en un planeta junto a un árbol del revés. Es decir, el baobab, un árbol con las raíces en el aire y las ramas en los pies…”
    Los niños seguían muy atentos al relato, ajenos a lo que se les venía encima, porque los cuentos de mamá eran unos cuentos diferentes a todos los demás.
    “…pero el cordero balaba y balaba sin cesar y en aquel planeta se hartaron del dichoso cordero que no los dejaba dormir. Probaron a ponerle una mordaza, pero a los niños aquello no les gustó, porque al pobre corderito se le veía muy triste, así que decidieron enseñarle a cantar, de esta forma, al menos, les amenizaría las veladas…”
     Terminaron de cenar y los llevó a la cama no sin antes advertirles que el cuento que les había contado era a cambio de que se acostaran sin dar la tabarra, y de que si no tenían sueño tendrían que ponerse a leer. Y se fue a jugar el segundo tiempo del partido a solas, sin banquillo, sin suplentes, sin entrenador.
     …no voy a negar que no me lo esperase, a esta camisa le falta un botón, a ver si tengo lejía, pero no de esta manera, sin más, sin dar una explicación, ¿qué explicación podría darme?, ¿o es que no me lo merezco?, han sido algunos años, y últimamente muchos silencios, ¿y quién no vive en silencio cuando hay tantas cosas por hacer?, ya se habrán dormido los niños, si pudiera comprar una maquina para fregar los platos, ya tendrá a otra calentándole las sábanas, ya se sabe que ellos no se van sin tener un recambio preparado, tengo que lavar estas cortinas están que dan asco, pero claro, a nosotros no nos queda tiempo ni para respirar, qué le den con morcillas, seguro que mañana estará aquí pidiendo disculpas, qué se habrá creído…
     Las horas fueron pasando, el silencio se había adueñado de la casa, del edificio, de la calle, de la ciudad.
    Una vez que terminó la faena y después de reconocer que le había metido un gol de penalti y por toda la escuadra, se dirigió al baño. Frente al espejo encontró a una mujer cansada, con algunos surcos prematuros señalando la vertical de su rostro. Entonces llegaron otras imágenes, otros recuerdos y sintió que a su fortín le habían horadado la muralla bajo el fuego cruzado de algún obús. Las lágrimas calientes y traslúcidas comenzaron a manar silenciosas dejando tras de sí un reguero como de plata. Se acercó al espejo de aumento, el que le devolvía una imagen multiplicada por cuatro, y observó como una pestaña se había vuelto verde y en su extremo, dentro de una gota salada, nadaban algunas flores. ¿Habrán llegado por fin brotes verdes también para mí? —se preguntó—. Entonces se quitó su anillo de casada y descubrió que bajo el metal yacía un aro blanco, y quiso creer que tal vez hubiera algún nuevo comienzo para ella escondido en ese pequeño fragmento de hermosa piel.

miércoles, 2 de septiembre de 2009

La Caja Negra


El verano da para muchas cosas. Una de ellas, para mí la más placentera, es poder leer como una cosaca en cualquier lugar y sin sentirme culpable por las cosas que debería estar haciendo y que no hago por estar a la bartola leyendo.
Y ahora escuchen esto:
“Querido Alec:
Que no hayas destruido esta carta al reconocer mi letra en el sobre prueba que la curiosidad es más poderosa que el odio. O que tu odio necesita carne fresca”.
Así arranca La Caja Negra.
Decía Borges que su obra de teatro favorita era Macbeth porque empezaba arriba y terminaba arriba —la cita no es literal—. Y eso mismo es lo que sucede con esta obra del autor israelí Amos Oz: empieza alto, sigue alto y termina alto.
Y lo comento porque ha sido mi verano: “Amos OZ”.
La obra se articula en torno a una serie de cartas y telegramas que desgranan las relaciones entre personajes que han sido descritos y desarrollados con una maestría inigualable.
Giddeon, excombatiente judío y ahora brillante profesor universitario. Ylana, su ex esposa, que aún lo ama, confusa, impredecible, casada con un ultra ortodoxo. Boasz, el hijo imposible que finalmente parece convertirse en el más cuerdo de todos. Sommo, el nuevo esposo de Ylana. Zakheim, el abogado…
Y como telón de fondo, y sin que pueda ser de otra manera, el conflicto palestino israelí desde la perspectiva de un Amos Oz conocido por su defensa del entendimiento y la paz.
Y ahora sigan escuchando:
“¿Qué quiero esta vez? ¿Qué más puede pedir la mujer del pescador al pez de oro? ¿Otros cien mil o un palacio de esmeraldas? Nada Alec. No tengo nada que pedir. Sólo te escribo para hablar contigo”.
El libro es sencillamente magistral. Una tragedia de alcance Bíblico. Una tragedia muy recomendable.