jueves, 8 de octubre de 2009

Radiografía





Vengo del médico. Acabo de realizar mi revisión anual. Me entregan las radiografías, y esto es lo que me encuentro: un fondo gris, cierta luz cenicienta sobre la destaca una caja torácica y un corazón roto superpuesto.

Como gracia no está mal, ha sido el radiólogo que es amigo mío: “Mira, para que te veas como te vemos los demás” —va y me dice el muy zopenco—. “¿Y tú como te verías si te hubiera ocurrido lo que a mí?” —le respondo, porque a este se la tengo jurada, va por la vida de sobrado, como por encima de los mortales—. Se ríe y me río con él. En el fondo nos queremos y hemos pasado algunos años cerca el uno del otro, compartiendo las pequeñas cosas que nos parecían importantes.

Ya he ido al abogado. Un experto según me recomiendan las amigas. Mis brotes verdes se han secado y creo que ya no sirve de nada esperar. Intenté un acercamiento. ¿Quién no lo habría hecho después de estos diez años de convivencia, dos hijos y una hipoteca? No hubo respuestas. Salvo por  un simple: “Decidí marcharme, no me lo tomes a mal, no tengo nada en contra, me fui, me voy ya hablaremos luego…”, que se le podría haber dicho a la estanquera del barrio.

Lo cierto es que no creo que se me note mucho de cara a la galería. Les digo a todos que no tengo tiempo para deprimirme. Mi doctora me recomienda que contacte con mi “yo” interior, me pregunta que cómo me siento. Yo respondo que bien, que me lo suponía. Pero, claro, no es estoy por la labor de perder encima mi dignidad. Y, si no fuera por la maldita radiografía, nadie sospecharía qué es lo que me pasa por dentro.

Sospecho que me encuentro ante el mejor método de adelgazamiento. Los pantalones comienzan a colgarme del trasero y voy a tener que comprar otros. Sólo me asusta la noche, cuando los niños duermen y se hace el silencio. Entonces despiertan los fantasmas, se cuelan por la puerta, por la ventana, recorren zigzagueantes las paredes y por eso no puedo apagar la luz. Cuando apenas siento que me llega el sueño me apresuro a darle al interruptor de la lámpara que tengo sobre la mesilla. Y es en ese preciso momento cuando aparecen.  Resbalan por mi cuerpo, percibo su aliento sobre mi cuello, se esparcen como sombras chinescas por las rugosidades de mis paredes, cantan muy quedos una canción triste, o me asustan porque parece como si se fueran a desplomar y a aplastarme contra el colchón. Resisto cuanto puedo, aguanto hasta el límite y me digo que no, que no puede ser, que otra noche en vela no es posible, que lo intente, que me concentre, que haga relajación, que respire que no me detenga, que lo llame a gritos, que le diga al sueño que me devore, que se quede junto a mí, que sea él quien me susurre hermosas palabras, que me cante una canción de cuna, que me arrulle con su mano.

Pero no, nunca viene, y entonces observo como mi mano, cansada e insegura  prende de nuevo la luz y me despierto a sabiendas de que mañana estaré agotada, de que mi humor será insoportable, porque la sumas de las noches se ha ido haciendo larga, y el cansancio ya es como una informe torre de babel donde se confunden todas mis lenguas.

Y así transcurren mis días y mis noches. Los niños también se resienten, aunque siguen jugando y peleando como siempre. Les miro sus caritas y se me alegra la expresión porque parece como si ellos aún no conocieran la tristeza. En cualquier caso: ¿cómo la podrían conocer? 

Esta noche hemos tenido nuestra habitual sesión de cuentos. Propusieron dos nuevas palabras: “parque” y “ratón” para iniciar el relato. Ahora también los dejo  que participen y nos quedó esto:

“La señora Pérez acaba de tener un ratón. ¡Claro, si la señora Pérez ha tenido un ratón será porque ¿ella es?!... Una ratona —responden los niños—. ¿Y si el nuevo ratoncito tiene una mamá que se llama Pérez, cómo se llamará?…¡Ratoncito Pérez! —dicen los niños encantados con la ocurrencia”.

Entonces comenzamos a hablar del dichoso Ratoncito Pérez y su manía de recoger dientes y todas esas bobadas, como si no hubiera otra cosa mejor que hacer que dejar dinero bajo la almohada.

Y a mi se me fue olvidando que he tenido un día de perros, que la ropa se me amontona en la cesta de ropa para planchar, que las cuentas no me salen y que ya ni sé cómo voy a llegar a fin de mes.
Ahora los niños duermen. He abierto la ventana para observar las estrellas y darles la bienvenida a mis fantasmas favoritos, los que se me volverán a colar por la puerta y que me tendrán despierta hasta vaya usted a saber cuándo. Y, naturalmente, han venido todos en fila, a ocupar los asientos de este teatro que es mi dormitorio, para presenciar mi triste espectáculo al precio de nada. No sé cómo no se aburren. Entonces me dirijo a ellos, me inclino, les hago una reverencia y les digo: "Bienvenidos, comienza la función".